domingo, 4 de agosto de 2013

GULA


Su madre le había dicho desde pequeñito que la comida no se tiraba, que pensara en los pobres que no tenían la suerte de tener  tres comidas diarias, dos platos cada comida, y un exceso de alimento innecesario en cada plato. Le había dicho que los guisantes no habían nacido para quedarse en el plato, que el dinero con el que se compraba todo aquello no salía de los árboles y que ella había estado cocinando durante toda la mañana  para que luego le hiciera ascos a la verdura.

Le habían dicho que tenía que comer para hacerse fuerte como si eso no dependiera del hacer ejercicio, le habían dicho que tenía que crecer como si no dependiera de los genes que le habían tocado al nacer.

Oriol se levantó esa mañana (no sin esfuerzo por despegar su culo gordo del colchón)  y se dirigió a la cocina donde había todo un banquete esperándole. No tenía hambre ni necesidad, pero aun así le apetecía comer algo. Se sentó en la silla con patas reforzadas que había delante de la mesa y allí se quedó hasta que terminó de rebañar el último plato. No podía faltar el respeto a los pobres muertos de hambre.