Empezó como todo empieza en este
mundo, sin darle la mayor importancia,
pasando desapercibido salvo para unos pocos.
Alguna que otra pintada en algún
que otro callejón de esos que da miedo cruzar por la noche.
Nada que durara más de un par de
días antes de ser borrado y limpiado.
A base de la repetición, como
todo, fue cobrando más renombre, poco a poco el payaso llorando fue abriéndose
paso por más ciudades, empezó a aparecer en paredes de calles cada vez más
transitadas, en señales y carteles de anuncios, hasta en algún que otro
monumento.
Siempre el payaso llorando,
nadie sabía quién lo pintaba, nadie sabía de dónde había salido pero allí
estaba, cada vez más presente, la viva imagen de la realidad, de la tristeza,
de la honestidad de un pueblo que no había hecho más que aceptar todo lo que se
le había echado encima.
Se llegó a hacer tan visible que
apareció hasta en la portada de algunos periódicos conocidos, los mismos
periodistas que se dedicaban a buscar su imagen, le pusieron el nombre por el
que empezó a conocerse, Jappy.
Este nombre, en contraposición
con la imagen, mostraba la otra cara de la moneda, la civilización que Aldous
Huxley mostraba en su libro “Un mundo feliz” repleta de gente que aceptaba sin
rechistar su posición, en una sociedad totalmente drogada por el soma, y la
estupidez humana de españolizar palabras inglesas cuando ya existen en su propio
idioma.
Poco a poco Jappy empezó a salir
fuera del país, Paris, Londres, Estambul… el payaso se volvió mundialmente
conocido, no tardó en hacerse merchan con ánimo de lucro aprovechando el boom,
camisetas, tazas, llaveros...
La policía lo reprochaba, los
políticos amenazaban con denunciar a su creador, si lo encontraban, por
enaltecimiento a la revuelta, incluso los más extremistas lo tachaban de
terrorismo.
Jappy el payaso que en vez de
reír, como su posición en el mundo le obligaba a hacer, mostraba su verdadero
yo, su inconformismo ante la situación actual, ante los atentados hacia la
libertad de expresión, la privatización, los políticos de mierda, una imagen
que representaba a un pueblo.
Cuantos más murales se borraban
más aparecían, más grandes, más visibles desde más puntos de la ciudad, lo que
había empezado como un juego de un gamberro que lo había pintado por primera
vez, se había convertido en un ideal de los pueblos descontentos, en un libro
en “Fahrenheit 451”, un pisapapeles de
ámbar en “1984”, en el hombre que ríe en “Ghost in the Shell”.
Cuanto más se quejaban los jefes
de estado más efecto revote se producía. Había pasado a ser una amenaza y ellos
lo sabían, empezó a estar cada vez más presente en pancartas de
manifestaciones, la viva imagen del inconformismo seguido con la frase “si algo
nos permite la libertad, es poder dar la opinión personal de las cosas”.