miércoles, 29 de diciembre de 2021

TRES , (Itahiza)



No os engañéis, la vida no es justa.

Lo que antes era la ley del más fuerte, con el paso del tiempo se ha convertido en algo muy distinto y a su vez parecido.

Ya no sobreviven los más fuertes. Ya no sobreviven aquellos cuya naturaleza y biología les ha permitido avanzar por encima de los demás.

Eso es cierto.

No, ahora, sin embargo, son los inmorales, aquellos dispuestos a pisotear al prójimo para conseguir su propio éxito. Los vagos y sanguijuelas, los envidiosos que por contactos pueden decidir por el resto, los menos dotados que, sin embargo, de una manera, como ya he dicho, injusta, llegan al poder y hacen todo lo posible por mantenerse en él.

Ubi Sunt.

 

 

-¿Estás bien? ¿Otra vez la misma pesadilla de siempre?

Itahiza tardó un momento en darse cuenta de dónde se encontraba. Estaba sudando. Su compañero de trabajo se encontraba acostado unas camas más allá en la misma habitación.

Le miraba con preocupación.

Todo había sido una pesadilla. No, por desgracia no lo había sigo, había sido un recuerdo que por más que quisiera no podía parar de revivir.

-Fue durante las primeras explosiones ¿No? –le preguntó casi susurrando su compañero. Nunca llegaste a hablar de ello, sabes que si lo necesitas aquí estamos.

Itahiza hizo una respiración profunda tratando de centrarse y situarse. Estaba en el parque de bomberos haciendo una guardia. Se había acostado un rato ante la falta de emergencias, todo lo demás había sido un sueño.

-Sí. –le contestó a su compañero. –Segovia fue de las primeras ciudades en sufrir los atentados. Casi todos los demás fueron durante la mañana siguiente. –ante sus ojos no paraban de pasar imágenes de lo sucedido. Recordaba cómo de un momento a otro se había encontrado, sin saber por qué, tirado en el suelo boca arriba. Recordaba como lloraba su hija Sara también en el suelo a unos pocos metros de él.

Recordaba el sabor a hierro en su boca, el calor intenso proveniente de las llamas que salían descontroladas de la puerta por la que hacia tan solo unos minutos acababa de salir.

Recordaba que su pensamiento se había mantenido en blanco todo el tiempo hasta que los primeros camiones de emergencias habían llegado. Sara no había parado de llorar y el no había sido capaz ni siquiera de levantarse a socorrerla.

Luego en su cabeza apareció un nombre, Sofía. Habían tenido que sujetarle entre varios para que no se metiera en aquel infierno que antes había sido una casa de comidas.

Nadie había sobrevivido.

-Recuerdo aquellos días. –había continuado su compañero hablando al aire. –yo estaba recién entrado en el cuerpo. Todo aquello fue un puto caos y eso que Salamanca no sufrió ninguna explosión. De repente nos mandaron a todas direcciones. Allí donde necesitaban mano de obra, ahí íbamos nosotros. Aprendí la parte dura de esta profesión a golpes.

No supimos nada de ti hasta unos días después. Nos informaron de que estabas hospitalizado.

-Eso fue hace cinco años. –le contestó tratando de que no se le notara el cansancio en la voz. –siento haberte despertado tío, ahora tratemos de dormir un poco. –se volvió a meter entre las sabanas y cerrando los ojos trató de no pensar en nada.

 

Les llamaron apenas media hora más tarde. Había llegado un aviso a centralita y les necesitaban.

-¿Qué ha ocurrido? –preguntó mientras se vestía lo más rápido posible.

-Han vuelto a haber altercados en el centro. –le contestaron desde la radio. –adivina, de nuevo contenedores ardiendo en la calle del Yelinas, no sé qué les han hecho los pobres contenedores para que tengan que sufrir lo que sufren. –el tono de voz ya mostraba que aquello no era ni la primera ni la segunda vez que sucedía.

-¿Heridos?

-Aún no sabemos nada, la policía está intentando llegar al lugar. Nos ha avisado un transeúnte que pasaba por allí.

-¿Quién en su sano juicio pasa por ahí a estas horas de la noche? –según lo dijo una pena le invadió el cuerpo. ¿Quién iba a decir que el centro de una ciudad como Salamanca se iba a convertir en un lugar peligroso por la noche? Todo había sido por culpa de los putos atentados.

Terminó de vestirse y se dirigió al camión pequeño. No era la primera vez que iban a ese lugar y sabían ya de antemano que ese era el vehículo más indicado para aquellas calles. Su compañero, que había estado durmiendo a la par que él, ya le estaba esperando en el asiento del conductor. Para ese servicio iban a ir un total de cuatro.

-Sube que te estamos esperando. –le dijo Chema animado. – ¿Has oído? ¡Contenedores! ¿Qué mejor excusa para levantarte en plena noche que unos maravillosos contenedores ardiendo?

-¡Adelante! –dijo ya subido al camión haciendo caso omiso de su compañero. –Contenedores de nuevo ardiendo enfrente del Yelinas. ¿Cuándo fue la última vez que recogimos una llamada de esa calle? –la radio pareció pensárselo un momento.

-Exactamente hará una semana. –le contestó finalmente.

-Sea lo que sea que ocurra en esta ciudad parece que su centro es ese callejón. –sonaba ser una afirmación un poco exagerada pero la realidad era que desde hacía cinco años aquella ciudad no había vuelto a ser la misma, bueno, aquella ni ninguna, pero en lo que se refería a ellos, Salamanca era su lugar de actuación y por lo tanto, la única ciudad que importaba.

Itahiza no recordaba apenas los primeros meses tras los atentados. Había pasado tres semanas ingresado en el hospital tras lo ocurrido en la Tabernita. Había estado inconsciente, en estado de shock, en fase de negación, había pasado por más de una operación debida a restos de metralla que le habían alcanzado en la zona del bazo…

Como era lógico, no había vuelto a trabajar hasta aproximadamente un año después de lo ocurrido, y en ese tiempo de ausencia todo el mundo se había terminado de ir a la mierda.

Salamanca, como ciudad situada en el mundo, no había sido menos.

El centro fue un caos durante meses estando como protagonista en casi todos los casos el callejón a donde se estaban dirigiendo.

Ahora ya casi nadie pisaba aquel lugar por la noche. Por la mañana, sin embargo, con el paso de esos años, el centro turístico había vuelto a la normalidad como si aquellas aceras solo existieran mientras el sol fuera visible en el firmamento.

Por el día transeúntes, guiris, estudiantes, trabajadores… por la noche ni una sola alma.

La policía había intentado controlar aquel alto índice de criminalidad mandando a un gran número de efectivos a vigilar la zona.  Pero a la mínima que miraban para otro lado siempre ocurría algo. Pronto todo aquello se convirtió en algo normal. Quienes vivían allí y podían permitirse mudarse lo hicieron dejando, en cuestión de meses, aquel lugar prácticamente despoblado.

Las tiendas y las grandes empresas, en ese momento, decidieron aprovechar la huida de los ciudadanos para comprar y plantar sus oficinas allí.

Ya nadie vivía en el centro, al igual que otras muchas ciudades, especialmente americanas, el centro se había convertido en un lugar de trabajo y vida diurna, mientras que las noches quedaban para la gente rara.

-Nos acaba de informar la policía de que han encontrado un cuerpo. –dijo la voz de centralita por la radio. –ya están los sanitarios en la escena, os esperan para asegurar la zona.

-Estamos llegando. –contestó Chema.

Dejaron el camión a la entrada del callejón y salieron rápidamente con el material necesario para la actuación.

Allí les estaba esperando tanto la policía como los sanitarios mirando tranquilamente los dos contenedores volcados. Con el tiempo se habían acostumbrado a aquellos tipos de escenas.

Dos bolas de fuego enormes se encontraban en el centro de la calle impidiendo el paso. Al fondo, iluminada por las llamas, la puerta señorial de lo que en su día había sido uno de los locales favoritos de Itahiza se mostraba a ellos dándoles la bienvenida. El Yelinas había cerrado junto con todos los locales nocturnos de alrededor y aquellas puertas se habían convertido en una especie de leyenda, una maldición. El callejón del Yelinas había pasado a ser un lugar que simplemente daba mala suerte. Las siglas, M, H, T, S, V, del cartel aún impreso encima de la entrada ya casi se habían borrado debido a la falta de mantenimiento.

Miró hacia arriba viendo todas las señales de se vende colgadas en los edificios de alrededor.

Tras hablar con la policía y que les dieran el visto bueno para actuar, se pusieron a ello. No tardaron en apagar los contenedores, de ellos no paraba de salir un calor inaguantable y, lo que era peor, un fuerte olor a carne quemada que confirmaba la información de que al menos uno de ellos contenía un cadáver en su interior. Dentro del que justamente se había volcado, se podía ver el cuerpo medio calcinado.

En cuanto se hubieron cerciorado de que no había la posibilidad de que volvieran a encenderse, su trabajo allí ya había acabado. Avisaron a los presentes para que empezaran con su parte y se quedaron a un lado.

-Odio este callejón. Llevamos ya tres muertos este año. –el policía que estaba a su lado parecía cansado, se tapaba la nariz con un pañuelo mientras observaba la escena. -¿Se han salvado las manos? –preguntó al sanitario que estaba al lado del cuerpo.

-Sí y ante la próxima pregunta, si. ¿Qué coño está pasando? –el chico joven que estaba arrodillado ante el contenedor volcado observando el cadáver parecía desconcertado.

-Mierda, o estamos ante un asesino en serie o no me lo explico. –el mal humor del policía iba en aumento. –sacad fotos de toda la escena y del tatuaje. Que no quede nada sin fotografiar. Ya sé qué me vas a contestar pero tengo que hacer la pregunta igualmente. ¿Es el mismo que el de los otros dos?

-La U y la S. –confirmó el médico. Parece que todos pertenecían a la misma banda.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

DOS (Sofía)

 


Esa rabia que sientes ahora mismo en el cuerpo es la impaciencia por saber qué ha ocurrido.

No todo en esta vida tiene por qué saberse. En el mundo real muchos misterios quedan tristemente sin resolver y no queda otra opción que resignarse y aceptar que sabemos una minúscula parte de las verdades que se extienden ahí fuera.

Esta historia aún no ha acabado, de hecho no ha hecho más que empezar. Mantén esa rabia, mantén ese interés e impaciencia.

Todo tiene su recompensa.

Ubi Sunt.

 

-Hacía mucho que no veníamos aquí, y eso que lo tenemos al lado. –Sofía no podía estar más feliz, le encantaba aquella ciudad, allí, enfrente del restaurante donde Itahiza le había pedido la mano dos años atrás. Esa última vez que habían recorrido aquellas calles de Segovia.

-Eso siempre ocurre. Habremos ido a cien mil ciudades de cien mil países, pero en lo que se refiere a los alrededores de donde vives… no nos molestamos tan si quiera a mirar las bellezas de nuestra tierra. –la cogió por la cintura y le dio un tierno beso en la mejilla. En ese momento una pequeñísima tos les sacó de aquel romanticismo. –parece que la pequeña Sara se ha despertado. –los dos sonrieron. Por un momento ambos se habían transportado a aquella época en la que la idea de familia solo era el sueño de dos personas que se habían encontrado por cuestiones del destino.

Sofía cogió a la niña en brazos dejando a su marido con el carrito. El añito que acaba de cumplir ese mismo día apenas se notaba, era demasiado pequeña. Había nacido con tan solo ocho meses y pese a que ya no era aquel bichillo con los ojos cerrados y movimientos lentos, seguía siendo la cosa más pequeña que Sofía había visto nunca.

Volvió a toser medio dormida ajena a todo lo que le rodeaba. Se frotó los ojos con unas manos aun rechonchas y por definir.

-¿Te has atragantado Sara? ¿Te has atragantado? –la movió gentilmente entre sus brazos para que se volviera a dormir.

-Nuestra mesa ya esta lista. –dijo Itahiza que había entrado un momento a anunciar su llegada al camarero de la recepción.

“La tabernita” era un restaurante, o más bien casa de comidas, bastante poco conocido de Segovia. Era raro encontrar a alguien que no fuera de la ciudad comiendo en aquel lugar, solo sus habitantes, y más en concreto la gente de aquel barrio, eran conocedores de que en aquella calle, Martínez Campos, estaba el mejor lugar para comer de la zona.

Sofía e Itahiza lo habían encontrado de puro milagro la noche de su propuesta de matrimonio. Lo que había empezado como una escena lluviosa donde la mala suerte no había parado de ir en aumento, el fallo mecánico del coche, el error de reserva del restaurante de lujo en el que tenía pensado hacer la pedida… se convirtió en un bonito recuerdo en una pequeña tasca donde les habían tratado como si fueran de la casa.

La taberna, toda de madera, estaba en esos momentos repleta de comensales. El ruido de platos, jarras y personas hablando era casi ensordecedor. El calor proveniente de una vieja chimenea fruto de una remodelación de un viejo horno para el pan, se expandía por toda la estancia dejando un agradable contraste con respecto al frio del exterior.

Itahiza recordaba la desilusión que había tenido al entrar por primera vez en aquel lugar. ¿Cómo le iba a pedir a Sofía que se casara con él en un sitio como aquel? En esos momentos, ahí de pie con ella y su hija en brazos, le pareció absurda aquella preocupación.

El camarero les señaló desde su lugar en la entrada la mesa de madera en la que tenían que sentarse. El aspecto era el mismo, pero en aquel tiempo de ausencia ambos notaron que se había sofisticado bastante el ambiente. Ya no eran dos señores mayores, los propietarios, los que servían con tranquilidad a cada una de las mesas, sino que un grupo de camareros medianamente bien vestidos ahora se encargaban de todos los quehaceres de cara al público.

-Ahora vendrán a deciros la carta. –dijo uno de ellos guiñándole un ojo a la pequeña. –la sillita podéis dejarla sin problema al lado de la puerta, no sé si tenemos asientos para niñas de este tamaño pero seguro que podemos hacer un arreglo. –habló todo el rato dirigiéndose a la pequeña Sara, le tocó la naricita y ella hizo un gesto adormecida. Todas las personas de alrededor solo tenían ojos para ella.

Sofía cogió en brazos a su hija en lo que Itahiza replegaba el transporte del bebé y lo llevaba a donde le habían indicado. Al volver a su asiento, una silla alta con anticaidas ya estaba preparada entre los dos lugares donde se situaban su esposa y él.

-Este lugar me trae muy buenos recuerdos. –Sofía respiraba cada momento con una sonrisa en la cara que realzaba su belleza. Desde que había nacido la pequeña Sara no habían tenido tiempo, ni energías, para hacer una escapada. Esa misma semana habían decidido utilizar el primer cumpleaños de su hija como excusa para ello.

Habían pasado el día entero en Segovia. Habían salido pronto de Salamanca para aprovechar bien la mañana, se habían acercado a la granja de San Ildefonso a ver sus jardines y tomar un café y ya a las 12 se habían dirigido a la ciudad.

Se habían tomado el segundo café en la Plaza del azoguejo bajo la sombra del acueducto, donde Sofía había dado de comer a Sara. Habían dado un paseo hasta el Alcázar pasando previamente por la catedral donde habían encontrado un banco donde tomarse los bocatas que habían traído de casa y habían bajado finalmente por la tarde hasta el Mirador de la Pradera de San Marcos donde habían disfrutado de la magnífica puesta de sol.

Había sido un día perfecto y, mirando a su hija medio dormida, Itahiza tuvo que reconocer que igual había sido demasiada paliza para una niña de esa edad.

El camarero llegó con la carta sacándole de su ensimismamiento. Sofi se estaba dedicando a mirarle divertida.

-¿Haciendo un repaso de hoy? –le preguntó.

Él no pudo evitar reírse, aquella mujer le conocía demasiado bien.

Pidieron un vino, el menú del día que se basaba en un plato de cayos con garbanzos y cordero y una tabla de quesos de primero.

A su alrededor no quedaba ni una sola mesa vacía. El ruido de los cubiertos y personas hablando era bastante alto, pero aún así, la acústica permitía que la gente se pudiera entender sin la necesidad de gritar.

Llegó la tabla de quesos y la bandeja con el pan y los dos atacaron nada más les volvieron a dejar solos. Después de todo el día en movimiento con tan solo unos bocatas a la hora de comer, el hambre les había aparecido de repente a ambos.

Los cayos, pese a ser algo caliente en un día caluroso entraron con ligereza y disfrute.

La pequeña estaba ya despierta y se entretenía chupando el biberón ya casi vacío. Desde su asiento no mostraba el más mínimo interés en todo lo que ocurría a su alrededor.

Acabaron el puchero de cayos sin darse cuenta. Un camarero se acercó preguntando qué tal estaba yendo todo confirmando la opinión de Itahiza del nuevo aire snop que le habían dado al lugar.

En lo que les retiraban los platos Sofía levantó la copa de vino.

-¿Por qué brindamos? –preguntó manteniendo su sonrisa. Dios, estaba preciosa.

-Por muchos años más como este.

-Y porque pronto la pequeña Sara tenga un hermanito con quien jugar.

La verdad es que habían hablado de tener un nuevo hijo desde hacía apenas unas semanas. A los dos les iba bien en sus trabajos, ella era abogada en un pequeño bufete que había creado junto con otra amiga de la carrera y él por fin se había sacado las oposiciones de Bombero que tantos años le había costado conseguir.

Los dos eran jóvenes, estaban felizmente casados y ya se habían hipotecado atándose a una nueva casa que, si bien no era la de sus sueños, les permitía despreocuparse de dónde vivir los próximos años.

Aquel primer año les había demostrado que, aun siendo padres claramente primerizos, eran unos padres que estaban dispuestos a lo que fuera necesario por su pequeña.

Con todos estos datos la idea de tener un nuevo hijo se mostraba más atractiva y ansiada para los dos.

El camarero que les había recogido los platos se acercó con unos nuevos para servirse el cordero. Le colocó el plato y los cubiertos limpios a Sofía sin fijarse en una de las copas situadas en la mesa.

Al girar le dio con el codo tirándola al suelo haciéndose añicos de inmediato.

Sara, con un espasmo mostró desconcierto y ante la duda se puso a llorar.

Las personas de alrededor giraron la cabeza interesadas en lo que acababa de ocurrir. El camarero, abochornado, no paraba de pedir mil disculpas en lo que le colocaba rápidamente el plato y los cubiertos a Itahiza y corría a la cocina en busca de un recogedor y una bayeta.

 Sofía no dejaba de sonreír y trataba de tranquilizar al joven camarero.  Itahiza decidió coger a la niña a hombros para tratar de calmarla.

-Será mejor que la saque hasta que se relaje. –Por más que moviera hacia arriba y hacia abajo a la niña, esta no paraba de llorar desconsolada.

-Aquí te espero con el cordero. No tardéis mucho si no quieres que me lo coma yo entero. –le dio un beso y la dejó con el camarero aún pidiéndole disculpas y ella aún tratando de decirle que no se preocupara.

La calle Martínez Campos estaba en esos momentos completamente vacía. Quitando el ruido de las personas comiendo tras la puerta todo lo demás estaba completamente en silencio.

Al frente, la muralla que ocupaba todo un lado de la calle quedaba vagamente iluminada por unas pocas luces amarillas de algún que otro foco mal colocado. Por lo demás, la tabernita era el único local abierto en aquella vía a esas horas.

Aupó a la niña que parecía que se estaba empezando a olvidar de lo ocurrido.

-Nos hemos dado un susto enorme ¿Verdad Sara? -estaba siendo un día maravilloso, habían decidido tomarse la vuelta con calma por lo que pensó que tranquilamente se darían un paseo después de la cena por las calles del barrio judío antes de coger el coche camino a casa. – ¿Tenía buena pinta ese cordero a que si? En cuanto estés lista volvemos a dentro para que tu padre se ponga las botas. Si es que tu madre me ha dejado algo.

La niña sonrió como si hubiera entendido lo que le decía. Su pequeño corazoncito parecía palpitar más lentamente. Le estaba mirando fijamente a los ojos divertida, como queriendo decirle algo.

La abrazó con fuerza, le dio un beso en la mejilla y se dirigió de nuevo a la puerta con ella en brazos. Nunca había sido tan feliz.

En ese momento todo se volvió oscuro.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

UNO (Reina de corazones)



Los prejuicios son algo del día a día. Buscar su inexistencia es igual que buscar utopías, solo pueden ser alcanzadas de forma artificial mediante la pérdida de libertades individuales.

No puedes luchar contra los prejuicios, pero sí evitar que ellos te controlen y formen una parte importante de tu vida.

Es un placer estar de vuelta.

Ubi Sunt.

 

 

El sonido del periódico chocar contra la puerta de la entrada le sacó de su ensimismamiento. El beicon estaba recién puesto en la sartén por lo que decidió que le daba tiempo a recogerlo.

Al salir, el sol le dio en la cara haciéndole entrecerrar los ojos. La verdad es que hacía un día maravilloso, casi tanto como había sido la noche.

Se agachó para coger el rollo de papel y saludando al vecino que le miraba con extrañeza, volvió a meterse al interior de la casa.

El olor del desayuno ya empezaba a invadir cada estancia dando la sensación de hogar que tanto añoraba. Pensó que pronto aquella maravillosa esencia llegaría al dormitorio de los niños quienes se despertarían con ánimos de engullir aquel festín. Una sonrisa apareció en su cara nada más imaginarse la escena.

Dejó el periódico a un lado para terminar de hacerse cargo del beicon que empezaba ya a tomar el color indicado. Cogió un trozo con los dedos con cuidado de no quemarse, lo partió y se lo acercó a la nariz. Después de respirar aquel aroma se llevó el trozo pequeño a la boca. Crujiente, justo como a le gustaba. Estaba claro que iba a ser un gran día.

Miró el reloj, aún faltaba un poco para las nueve, aún los niños podían aprovechar un poco más en la cama antes de que el autobús del colegio llegara para recogerles.  Quitó la sartén del fuego, cogió una más pequeña y se dispuso a hacer los huevos.

La mesa de la cocina ya estaba puesta. El pan ya estaba tostado, la mantequilla y la mermelada listas para ser usadas, los cuencos de leche rellenos y la caja de cereales a tan solo unos centímetros de ellos. El bol con frutas estaba en el centro coronado por una maravillosa rosa de papel color rojo. Había estado buscando pasas para rematar aquel manjar, le encantaban las pasas, pero no las había encontrado por ningún sitio.

Una vez hubo acabado de freír los huevos, los sirvió junto con el beicon en dos platos.

Se acercó a la radio y subió el volumen, “The Indiana Man” de “American Murder Song” estaba sonando en esos momentos. Le gustaba esa canción.

Respiró profundo por la nariz y expiró por la boca aún con la sonrisa marcada de oreja a oreja.

-Ha sido una gran noche. -dijo antes de despedirse de sus acompañantes y salir por la puerta principal.

 

Roland se despertó con el delicioso olor del desayuno entrando por su puerta. Al ver la hora le extrañó que su padre no les hubiera despertado como solía hacer cada día. Tenía que haberse entretenido en la cocina y no darse cuenta del reloj.

Se desperezó lentamente, había dormido estupendamente. Aún sentía el cansancio de la noche y el calor de las sábanas no ayudaba lo más mínimo a levantarse. Se estiró, bostezó y finalmente se decidió a empezar la nueva jornada.

No es que le disgustara el colegio, ese día tenia clase de gimnasia, que era lo que mejor se le daba, y estaba empezando a entender mejor eso de las multiplicaciones y divisiones que tantos comederos de cabeza le estaban causando.

Hizo la cama lo mejor que pudo, tal y como le había enseñado su madre, buscó sus zapatillas de estar por casa y fue a la habitación de al lado a despertar a su hermana, si se habían olvidado de despertarle a él, lo más lógico era que también se hubieran olvidado de ella.

-¡Buenos díaaas! –dijo al salir al pasillo. Esperó a que le contestaran sin ningún resultado. La campana extractora y la radio sonaban demasiado fuerte como para que pudieran escucharle desde el piso de arriba.

Entró en el cuarto de Lucy y la zarandeó sin más miramientos. Ella se quejó y gritó a papá y a mamá también sin resultados.

Finalmente consiguió que se levantara de la cama. Ayudó a su hermana a recoger, se turnaron para ir al baño a asearse y se pusieron los uniformes.

“Aún quedan quince minutos para que venga el autobús” -pensó sonriente mientras bajaban las escaleras teniendo la primera comida del día en mente.

 

 

La policía llegó a la calle que les habían informado apenas diez minutos más tarde de que les dieran el aviso. Había sido la patrulla que más cerca estaba de la casa por lo que les había tocado a ellos acercarse.

El vecino, que estaba cortando el seto de la entrada, quedó impactado nada mas verles.

-Disculpe señor. Hemos recibido un aviso en esta casa. ¿Ha visto u oído algo raro? Según la radio ha llamado a urgencias un niño indicándonos la dirección.

El hombre soltó las tijeras de podar. Sus ojos estaban completamente abiertos y no paraba de balbucear tratando de decir algo. No paraba de mirar hacia la puerta cerrada. Parecía como si tratara de ordenar sus ideas sin ningún resultado.

Viendo que no terminaba de responder, uno de los policías se quedó con él mientras su compañero se acercaba hacia la entrada.

Llamó al timbre. No hubo respuesta. Informó de que eran la policía. Siguió sin haber respuesta.

Trató de mirar a través de la rejilla del buzón y por las ventanas pero no pudo observar el más mínimo indicio de movimiento. Negó con la cabeza ante la mirada interrogativa de su compañero quien fue al coche a pedir instrucciones.

El vecino en esos momentos estaba completamente parado mirando la escena.

-Dice central que ante la duda entremos.

Cogieron la herramienta para romper cerraduras del maletero y tras confirmar una última vez por radio, procedieron a entrar en la vivienda.

El pasillo de entrada hacia las escaleras del piso superior estaba con la luz encendida tal y como había podido ver tras la rejilla del buzón. Pudieron reconocer el sonido del extractor en la primera puerta de la derecha.

-¿Hola? ¿Hay alguien en la casa? ¡Policía de Toronto! Hemos recibido un aviso desde esta dirección. Si hay alguien en la casa por favor salgan hacia la entrada lentamente con las manos a la vista.

Una vez más, ninguna respuesta.

Tras la confirmación de su compañero, fueron avanzando lentamente hacia la puerta de lo que suponían que era la cocina. Los dos se llevaron la mano a la cintura para comprobar que la pistolera estaba desabrochada y accesible.

Volvió a repetir una vez más todo lo dicho desde el resquicio de la puerta. Su compañero acababa de comprobar que el baño de la izquierda estaba vacío.

-¡Policía de Toronto! –entró en la cocina pistola en mano.

Su cerebro tardó en procesar aquel escenario.

Ante él se encontraba la típica cocina que todas aquellas casas unifamiliares de extrarradio debían de tener. La encimera impoluta cubriendo el lateral derecho, un armario con la vajilla vista a través del cristal en el izquierdo… justo en el centro de la sala se encontraba una mesa con cuatro sillas.

Los dos cuerpos inertes les daban la bienvenida a sentarse con ellos a desayunar.