Entre una persona cotilla y una persona a la que le
gustan los misterios hay más parecidos de los que creemos.
Ambas sienten gran interés por temas que realmente,
ni les va, ni les viene. Ambas se ven atraídas por las vidas ajenas, las
historias que ofrece el mundo que les rodea…
Pero a su vez, hay una gran diferencia que hace que estas
dos cualidades se conviertan en dos términos completamente distintos.
Una persona a la que le gustan los misterios trata
de resolver a toda costa una incógnita que se ha encontrado por el camino.
Un cotilla busca primero la incógnita a resolver.
Ubi Sunt.
El filete ya estaba frio pero aún seguía jugoso.
Hacía demasiado tiempo que no comía en un restaurante de esa categoría por lo
que no quería desaprovechar esa oportunidad.
Fuera, Londres estaba tal y como lo recordaba,
oscuro, frio y con una humedad que no le sentaba bien. Había sido pisar la
ciudad y ponerse de mal humor.
Por suerte el sentimiento no le había durado mucho,
ese bistec frio le estaba dando la vida.
Tenía algo de
jet lag del viaje. La cabeza le daba algo de vueltas y estaba la extraña sensación
de que era aún más tarde de lo que realmente era pero, sin lugar a dudas, no
hubiera cambiado el plan de aquella noche por nada en el mundo.
Amaba su trabajo, se le daba bien y le generaba gran
placer. Podía entender a la perfección que lo que hacía no estaba al alcance de
todas las personas. Vivía en sociedad y como tal comprendía sin ninguna pizca
de ambigüedad la opinión que los ciudadanos de a pie podían tener sobre su
labor.
Cortó un trozo de carne derramando un poco de sangre
en el plato, estaba prácticamente crudo, tal y como le gustaba. Se lo metió en
la boca y masticó lentamente disfrutando de los maravillosos sabores que aquel
plato le ofrecían.
El encargo que le había llevado hasta allí le había
costado algo más de lo que había tenido planeado en un principio. Nunca hubiera
imaginado que fuera tan difícil encontrar a una persona.
Tenía que reconocer que se había impacientado un
poco. La sutileza había quedado a un lado para dar paso a la pasión pura, a un
sentimiento de euforia incomparable con cualquier otro. Se había excedido en
sus limitaciones pero a veces tenía que sacar a jugar a la niña que aún tenía
en su interior.
La gente iba al psicólogo, ella hacia lo que hacía. Y
lo mejor era que se le daba tremendamente bien.
Siguió comiendo, cerró los ojos y saboreó cada
segundo. El silencio a su alrededor se hacía maravilloso, tenía que reconocer
que aquel lugar valía cada penique que esos ricachones pijos pagaban. Había
sido una pena tener que haber ido allí por trabajo pero, siendo sincera con
ella misma, nunca hubiera pisado aquel sitio si no hubiera sido por eso.
Ahora entendía a la perfección cómo, de normal, era
tan difícil reservar una mesa allí.
Terminó el plato con calma y se sirvió la ensalada colocada
con sumo respeto en el centro. El mantel se había manchado un poco, cosa que le
rechinaba dentro de su cabeza, pero ya era tarde para solucionarlo. Era una perfeccionista
pero esta vez había tenido que ceder a sus impulsos.
Cogió la ensaladera alegrándole saber que tenía
pasas. Le encantaban las pasas.
Por esa noche había acabado de trabajar por lo que
decidió en ese momento tomarse unos días de descanso bien merecido antes de
ponerse con el siguiente encargo.
A la mañana siguiente se largaría de aquella ciudad
para disfrutar al menos de una semana en un lugar más cálido y apetecible.
Detestaba Londres, detestaba su ruido, su acento, su
humedad debida a las continuas lluvias. Detestaba a sus ciudadanos, aunque eso
realmente nunca había sido un problema. Detestaba tremendamente cada una de las
calles que formaban parte de aquella
dichosa urbe.
Aquella ciudad había sufrido en exceso los atentados
de hacía cuatro años, lo que, bajo su opinión, había conseguido que los
londinenses se lo tuvieran más creído de la cuenta a la hora de darse
importancia frente al resto del mundo.
No tardaron en comparar aquel día con la catástrofe
del incendio de Londres dándoselas de victimas VIP, cosa un poco exagerada a su
forma de verlo.
Habían
exigido respuestas que, como era lógico, nunca habían llegado ya que nadie
tenía ni idea de cuales habían sido las causas de aquellas explosiones simultáneas,
y aparentemente aleatorias. Habían amenazado desde el propio gobierno del país
con cortar con todas las relaciones internacionales, y finalmente, cuando se
dieron cuenta de que al resto del mundo no le importaba su situación,
fundamentalmente porque tenían sus propias mierdas de las que preocuparse, se
habían sentado enfurruñados en una esquina desde la que se les oía refunfuñar
de vez en cuando para exigir alguna que otra ayuda económica a Europa.
No, tenía muy claro que no se quedaría allí más de
lo necesario. Hasta que llegara el nuevo trabajo descansaría tranquilamente en
un lugar alejado de allí.
Una vez hubo acabado el cuenco de ensalada, se
limpió con la servilleta que tenía entre sus rodillas y se levantó con calma.
Era una pena que no tuvieran nada para rematar la comida,
había oído que en aquel lugar el pastel de queso era magnifico, pero tenía que
reconocer que había cenado maravillosamente. Miró a su alrededor entre las
demás mesas para asegurarse de que ninguno de los comensales allí presentes
había estado con el postre antes de su llegada. Tenía que asumir que se quedaría
sin probar el pastel.
Se detuvo de pie en el sitio unos segundos, recolocó
la rosa de papel pintada de rojo que había dejado en el planto y, dejando la
servilleta a un lado, salió por la puerta.
Contra todo pronóstico había sido una noche perfecta
en aquella ciudad de mierda.
¿Quién lo iba a decir?