Cierro
los ojos y escucho la música,
siento
el viento en mi cuerpo, el aire en mis pulmones…
me
paro y entonces me muevo, agito los brazos para calentarlos, desentumecerlos,
salto sobre mis talones, muevo la cabeza de lado a lado.
El
mundo ha desaparecido,
los
problemas ya no existen,
siento
un momento de felicidad.
Giro
sobre mí mismo,
bailo
sin saber bailar importándome cero lo que piense la gente de mi al pasar.
Lanzo
las pelotas al aire y me hago uno con la gravedad, con el ritmo de la música,
siento cada golpe, cada nota.
Recojo
las pelotas al son de la melodía y las devuelvo al aire donde pertenecen,
mis
movimientos van acordes a ella y a los malabares que son mi vida.
Giro,
hago muecas, salto, me encojo, me doblo, soy yo mismo, el resto da igual.
Se
me cae una pelota y me agacho, no importa, solo disfruto.
Nada
tiene más valor que ese momento de lucha contra la gravedad, de lucha por
intentar hacer lo imposible, que el disfrutar de la música, aquello que hace
que los humanos valgamos la pena, poder llegar a los sentimientos de las
personas, controlar cada musculo, evitar darle importancia a las miradas que no
la tienen, solo me dejo llevar y mis malabares me acompañan formado parte de
mis extremidades.
Un
momento de respiro entre tanta realidad, unos segundos de ser verdaderamente
feliz.
La
vida en ese instante tiene el valor que se merece.
La
música para, dejo caer las pelotas, abro los ojos.
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