Corría el año
1933 cuando me llegó a oídos esta historia que aquí os vengo a contar. Lo llamo
historia ya que lo sucedido aquellos días, por muy seguro que esté, me tacharía
de loco y cobarde en caso de llamarlo realidad.
Es por ello por
lo que me mantengo en la leyenda y en un pequeño relato del que ustedes
juzgaran su veracidad.
De aquellas
faltaban aún tres años para que comenzara una guerra que por entonces no
podíamos ni imaginar.
Yo, como joven
estudiante de filología y asiduo amante de las artes, asistía todos los días a los seminarios que
impartían en la facultad que me correspondía, asombrado de aquel edificio y su
magnificencia.
No conocía a
nadie. Era mi primer año en aquella ciudad y aún no me había dado tiempo a
habituarme a su ritmo.
Las mañanas las
pasaba en aquel lugar rodeado de conocimiento y personas ansiosas de
absorberlo. Las largas tardes las disfrutaba paseando por aquellas calles que
emanaban historia entre sus piedras.
Recuerdo que ella
se me acercó una de esas tardes. Yo estaba dibujando en mi cuaderno en un café
de la plaza mayor cuando se me presentó.
“Eres Miguel
¿Verdad?” –yo al principio no supe que responder, dudé incluso de que se estuviera
refiriendo a mi pese a haber dicho mi nombre.
Asentí sin estar
muy seguro de aquello.
“Me llamo Teresa”
tenía una voz suave pero decidida. Yo me había fijado en ella en más de una
ocasión, al fin y al cabo, era la única mujer que asistía a los seminarios.
Siempre se juntaba con el mismo grupo de chicos quienes la seguían a todas
partes. De vez en cuando se les veía hablando con el bedel, un hombre viejo y
esmirriado que paseaba de un lado a otro moviendo la escoba con desgana.
Se sentó en la
silla de al lado sin preguntarme siquiera y me cogió el cuaderno para ver el
dibujo sin mi consentimiento. Quise protestar pero aquella chica emanaba un
aura de confianza contra la que era difícil resistirse.
“Tienes talento” dijo
refiriéndose al dibujo. La verdad es que siempre se me había dado bien. Mi
padre era arquitecto y me había transmitido su pasión por aquel arte. Por
desgracia, y por más que insistiera, él se negó rotundamente a dejarme seguir
sus pasos. “Demasiada gentuza hay ya en este mundo” se limitó a decirme. A él
le apasionaba la arquitectura, pero simplemente no soportaba la imagen a la que
había evolucionado la profesión de arquitecto. “A demasiados inútiles
resentidos con la vida dejan enseñar” respondía cuando se le preguntaba por qué
creía que se había degenerado tanto aquella profesión.
“Disculpe
señorita, pero ¿Qué quería?”
Me dijo que era
una estudiante de tercero. Había nacido en aquella ciudad dentro de una familia
adinerada, por lo que no tuvo ningún problema en conseguir que le dieran los
permisos necesarios para estudiar allí.
Prácticamente toda
su vida le habían apasionado los idiomas, desde que de niña había descubierto
una serie de cartas en una extraña lengua, mientras jugaba en el dormitorio de
su padre.
Yo no sabía por
qué de repente aquella mujer recién conocida me estaba diciendo todo aquello,
por lo que me limité a escuchar curioso de a dónde me llevaba dicha situación.
Me contó que se
había tropezado con una baldosa mal colocada al lado de la cama. Al principio
no le había dado más importancia pero al levantarla, se había encontrado con un
arcón escondido bajo ella. Su curiosidad le había llevado a abrirlo y descubrir
una serie de extraños escritos en su interior. Estaban en un idioma que no
había logrado reconocer, pero en el acto le fascinaron aquellas hojas llenas de
símbolos y garabatos.
Claro está le
preguntó a su padre quien la acusó de meterse donde no la llamaban
quitándoselas sin más miramientos.
Ella se obsesionó
con aquello durante años hasta que, pasado un tiempo, logró hacerse de nuevo
con aquel arcón.
Decidió entrar en
aquella facultad con la intención de dilucidar su contenido.
Su padre había
sido sincero con ella toda su vida. Un hombre de otro tiempo que había tratado
a su hija con los mismos derechos que si fuera varón. Esto hacía que se
acentuaba más su curiosidad por saber los motivos por los que le había
escondido aquellos papeles.
–Aquello me dejó
intrigado por lo que no pude evitar preguntarle el por qué de esa biografía.
Por lo visto,
habían llegado a oídos de todos mis conocimientos sobre la arquitectura de Salamanca
heredados de la pasión de mi padre. Me contó que dichos conocimientos les
resultaban útiles para la empresa que estaban montando. Una suerte de búsqueda
del tesoro debida a aquellos papeles que había logrado de una vez descifrar.
“¿Qué empresa?”
le pregunté intrigado deseando que me desarrollara aún más lo que me estaba
proponiendo. Me había quedado atrapado en su red sin darme cuenta.
Se limitó a darme
un papel tras el cual se levantó de su asiento y se despidió cortésmente. En él
quedaba conmigo aquella noche en la cueva de Salamanca.
Me gustaría poder
decir que no asistí a aquella cita pero mi intriga por aquella reunión pudo más
que mi instinto de supervivencia.
La cueva de
Salamanca, para los que no sois conocedores de ella, es un enclave en el que se
decía que el mismo diablo impartía sus clases a siete alumnos durante siete
años. Una vez pasados esos siete años el diablo tomaba a uno de sus discípulos
como pago.
Podéis encontrar
esta historia más desarrolladla si os interesa, ya que la cuento en este libro,
pero para lo que viene al caso creo que os queda una idea de la sensación que
sobrevuela aquel lugar.
En la realidad se
trataba de la Cripta de la antigua iglesia de San Cebrián, derribada en el
siglo XVI.
Yo la conocía muy
bien ya que estaba junto a la Torre del Marqués de Villena, torre que siempre
me había apasionado en la parte más antigua de la muralla.
Allí me encontré
con ellos. No me sorprendió ver que eran siete, ocho conmigo. Recuerdo que me
pregunté seriamente si uno de ellos era el diablo mas no pude hacer otra cosa
que reírme de aquel pensamiento fruto del nerviosismo.
Se presentaron
uno a uno. A cuatro de ellos les conocía de los seminarios. Formaban parte del
grupito que acompañaba siempre a Teresa. Los otros dos me eran completamente
desconocidos.
Ambos eran
estudiantes pero de distintas facultades. Uno estaba estudiando historia
mientras que el otro si os soy sincero no tengo recuerdos de él. Supongo que el
tiempo afecta hasta a aquellas cosas que alguna vez nos marcaron.
Traían consigo el
pequeño arcón del que me había hablado mi nueva amiga aquella misma mañana.
Después de que me hicieran jurar sobre la tumba de mi difunta madre, que
aquello que me iban a mostrar no saldría de allí, lo abrieron dejando a vista
de todos, las cartas y papeles con la lengua desconocida.
“Es una mezcla de
árabe, castellano antiguo y latín” me dijo Teresa. Recuerdo perfectamente la
pasión que brotaba de sus palabras, se la veía excitada, nerviosa, y a su vez
aterrada. “Suponemos que lo escribió un mudéjar en la época de la reconquista.
Los musulmanes temían este territorio hasta el punto de que se convirtió en
tierra de nadie el tiempo que ellos controlaron estas tierras. Aún seguimos
traduciendo pero por lo que hemos logrado comprender hasta ahora, los papeles hablan
de una puerta a otro mundo escondida en esta ciudad”
Yo no supe qué
responder. Lo cierto era que me esperaba cualquier cosa de aquella reunión pero
de ahí a hablar de cuentos de hadas había un gran paso.
Me contaron que
se veían necesitados de alguien que conociera Salamanca como yo. Aunque
originalmente fuera de Gijón, mi pasión por esa ciudad me había llevado a
estudiar su arquitectura y sus calles en mis ratos libres. Podía decir con orgullo
que de aquel grupo de ocho era el mayor experto en ese tema.
Pese a mi
negación a creer en aquello que estaban buscando, aquella compañía me resultaba
agradable, por lo que accedí a participar en su idílica empresa.
Se hacían llamar
“Los buscadores” fruto de su pasión y falta de imaginación.
Mi horario en
aquel momento cambió drásticamente. Por las mañanas asistía a los seminarios
como venía siendo lo habitual. Allí me juntaba con mis nuevos amigos. Había
pasado a formar parte de los hombres que perseguían a aquella mujer a todos
lados.
Allí fue donde me
presentaron al que llamaban el “hombre sabio” quienes el resto de mortales
conocíamos como bedel.
Por lo visto les
había pillado un día en la biblioteca tratando de traducir aquellos documentos.
Había demostrado tener ciertos conocimientos de aquellos idiomas y les había
estado echando una mano desde entonces.
El mote se lo
había puesto uno de mis compañeros tras ser incapaz de pronunciar su nombre. El
hombre sabio provenía de una familia de inmigrantes que habían cruzado Europa
de Norte a Sur durante la guerra y él, aun habiendo nacido en este país,
mantenía la costumbre de los nombres nórdicos.
A decir verdad yo
tampoco fui nunca capaz de aprendérmelo por lo que en esta historia nos
limitaremos a llamarle por aquel apodo.
Como ya mencioné
anteriormente, era un hombre echado en años bastante delgado. Todo el tiempo
que pasaba con nosotros se limitaba a escucharnos y observarnos. En pocas
ocasiones se entrometía en nuestras conversaciones, pero siempre que lo hacía
proporcionaba información interesante sobre la que trabajar.
Recuerdo que una
de sus manos llenas de arrugas, venas marcadas y asperezas, estaba tatuada con
la imagen bastante tosca de lo que parecía ser el cráneo de un ave. En el
momento que le pregunté sobre aquello se limitó a contestarme con que era un
recuerdo de sus antepasados.
Las tardes,
después de las clases, las pasaba en la biblioteca con el grupo si no recorría
las calles de esa magnífica ciudad con Teresa, quien mostraba gran interés por
los datos que le contaba.
Con el tiempo
nuestra relación fue haciéndose más cercana y, lo que había sido inicialmente
una unión por interés, ellos en mis conocimientos yo en su compañía, acabó
siendo una relación de amistad en la que lo de menos para mí era aquella
absurda leyenda que estábamos persiguiendo.
Poco a poco
fueron traduciendo los documentos, y poco a poco tengo que reconocer que
aquella absurda leyenda me fue atrapando como lo hizo con el resto de
buscadores.
Aquellas páginas
guardaban datos históricos hasta entonces desconocidos, cartas de grandes
partícipes de la reconquista, tratados, menciones de la creación de
fortificaciones y, lo que más nos importaba a nosotros, menciones de una
especie de escalera que llevaba a lugares desconocidos.
Los documentos,
pese a estar todos escritos en aquella mezcolanza de idiomas, recorrían un
largo periodo de tiempo demostrando su diferente autoría. Ya no solo era un
mudéjar, sino múltiples personas de múltiples nacionalidades épocas y culturas.
Con el paso de
los días y semanas nos íbamos acercando más y más a un objetivo que solo
podíamos imaginar.
Fue entonces
cuando empezaron los problemas.
Todo cambió con
la desaparición del historiador.
De la noche a la
mañana no volvió a dar señales de vida, simplemente había desaparecido.
Visitamos el piso que tenía arrendado y hablamos con su casera. La mujer nos
mencionó que su padre había venido a recoger sus cosas para llevárselo a casa.
Había sido tan inesperado todo que no le había dado tiempo a despedirse.
Nos extrañó
aquello pero después de haber hablado con la casera no tuvimos otra cosa que
aceptar la realidad.
Y así quedamos
siete, ocho con el hombre sabio.
Pasaron los días
y de siete nos volvimos seis tras el horrible accidente que sufrió otro de
nuestros compañeros. Parece que la mala suerte iba In crescendo según íbamos
avanzando con nuestras investigaciones.
Recién esa misma
semana nuestro difunto compañero había descubierto una relación que existía
entre las marcas de los canteros que se veían en algunos de los muros de la
ciudad.
Según teorizaba,
estos símbolos hacían a modo de señales que mostrarían un camino a la entrada
de lo que comenzamos a llamar la escalera perdida del rectorado.
Por desgracia
nunca llegó a desarrollarnos aquello ya que unas piedras cayeron de un andamio
esa misma semana matándole en el acto.
Ese fue un duro
golpe para los buscadores quienes decidimos pausar nuestro proyecto hasta
después del funeral.
El tercero fue
Julián. Era, junto conmigo, el más joven del grupo. Él era, por decirlo de
alguna manera, nuestro contacto más cercano con el hombre Sabio. Aunque todos
habláramos con el bedel, el que mejor se había llevado con él desde un
principio era Julián. El resto tratábamos a aquel viejo como alguien extraño
que de vez en cuando nos facilitaba las cosas y nos daba acceso a ciertas
partes de la universidad que de otra forma no hubiéramos podido obtener.
Julián en cambio
compartía una extraña cercanía con aquel hombre y de vez en cuando le sacaba
una sonrisa cosa imposible para el resto.
Su muerte fue un
duro golpe para el hombre Sabio, y desde entonces cada vez fue asistiendo menos
a nuestras reuniones.
Encontraron a
Julián flotando en el rio. Esa mañana había decidido salir a nadar.
Tras la tercera
baja en nuestro grupo decidimos hacer un parón aún mayor en todo aquello.
Simplemente no teníamos ganas de misterios.
Dos de nuestros
compañeros decidieron dejar de juntarse con nosotros alegando que era peligroso,
cosa que consideramos absurda.
No teníamos la
culpa de nada de lo que había pasado. Habían sido dos accidentes que podían
haberle ocurrido a cualquiera y en lo que se refería a nuestro primer compañero
desaparecido, por lo que a nosotros respectaba estaba de vuelta en casa con su
familia.
Así solo quedamos
tres, Teresa, Paco y yo.
Los meses pasaron
y yo volví a mi rutina original. Se acercaban los exámenes finales por lo que
pasaba la mayor parte de mi tiempo en casa estudiando para poder sacármelos a
la primera.
De vez en cuando
pensaba en los mejores días de los buscadores, habíamos tenido buenos tiempos
pese a acabar como acabamos.
Teresa seguía
obsesionada con el arcón y yo era consciente de que había continuado con las
investigaciones por su cuenta. Pepe, como joven enamorado de ella, la seguía
ayudando en todo lo que podía.
Yo había decidido
centrarme en mis estudios bastante abandonados. De vez en cuando daba un paseo
por la ciudad con los dos como en los viejos tiempos. Ellos me llamaban para
que quedáramos y nos pasábamos tardes hablando sobre arquitectura y dudas que
les surgían en sus investigaciones.
Ninguno de los
tres habíamos vuelto a saber del hombre Sabio. De vez en cuando le veíamos por
la facultad arrastrando la escoba como hacía siempre, pero desde la muerte de
Julián simplemente había decidido alejarse de nosotros al igual que el resto.
Teresa en esos
días me contó que ya tenían casi todos los documentos y cartas traducidas.
Todas mencionaban la escalera de una forma u otra pero no habían logrado ningún
avance más.
Recuerdo que la
desesperación casi se podía tocar cuando hablaba. Ya no parecía la misma mujer
resuelta y alegre que se me había acercado en la cafetería de la plaza. Las
clases las pasaba sola alejada de todo el mundo, y salvo las ocasiones que
decidía quedar para dar paseos, poco más podía saber de ella.
Caminaba con un
aire de tristeza y obsesión, aunque para ser justos con el primero lo hacíamos
todos.
Una noche después
de los exámenes decidí pasarme por su casa. Hacía mucho que no sabía de ella y
estaba algo preocupado. Su casa estaba enfrente del Convento de la Anunciación,
cosa que siempre me había asombrado.
Al acercarme a su
portal pude ver que estaba justo en la puerta hablando con alguien. No quise
molestar parecía que la discusión era bastante acalorada por lo que decidí esperar
a lo lejos observando.
Me di cuenta de que
el hombre con el que estaba discutiendo era el bedel. No le había reconocido en
un primer momento con la ropa de calle.
Observé la
discusión tras la cual Teresa sacó una pistola con la que apuntó al hombre
sabio. No puedo describir cuál fue mi sensación al ver aquella escena. Me escondí
en una esquina y vi cómo los dos finalmente tomaron el mismo camino.
Inmerso en una
enorme curiosidad decidí seguirles sin que me vieran. Era bastante de noche por
lo que no me fue difícil caminar detrás de ellos de incógnito.
Habían dejado de
discutir para pasar a andar uno al lado del otro. Se podía ver claramente como
el hombre la estaba llevando a un lugar específico. Los dos andaban deprisa y
decididos.
Tras varias
vueltas sin sentido y un tiempo del que perdí cuenta, el hombre se paró en una
tapa de alcantarilla, la levantó mirando que nadie les estaba observando y
bajaron por ella.
Yo me escondí
hasta que hubieron desaparecido y después me dispuse a seguirles.
No sé cuánto
tiempo estuvimos caminando. El hedor y la humedad lo inundaban todo. Teresa
seguía apuntando al viejo con la pistola, el viejo seguía caminando delante
dirigiéndola a dios sabía dónde.
No tengo muy
claro si lo que sucedió entonces fue real o imaginaciones mías.
Dentro de las
propias alcantarillas había una puerta doble. Era de madera maciza, tenía que
estar allí desde prácticamente la construcción de la ciudad. La puerta iba
acompañada con una enorme arquería de estilo románico que parecía sacada de una
de las muchas iglesias de ese estilo que tenía la zona. Las pareces habían
pasado a ser de una mampostería de piedra exquisita que ni los mejores canteros
de la época serían capaces de imitar.
El viejo sacó una
llave y abrió la puerta. Ambos entraron tras lo cual se pudo oír los goznes
rugir al cerrarse.
Intenté seguirles
pero me fue imposible abrirlas de nuevo.
No sé cuánto
tiempo estuve esperando a que volvieran a salir pero cuando dieron las primeras
luces de la mañana no me quedó otra que volver por donde había venido.
Fue esa la última
vez que vi a Teresa y al hombre sabio. Intenté miles de veces luego volver a
recorrer mis pasos de aquella noche pero nunca fui capaz de volver a aquella
extraña puerta.
Aún a día de hoy
me pregunto si me imaginé todo aquello. Si realmente Teresa descubrió la
escalera y cruzó al otro lado, si por el
contrario murió esa misma noche a manos del viejo o viceversa.
Traté de
conseguir el arcón pero también había desaparecido.
En un lugar entre
estas calles y monumentos existe una escalera. No es una escalera cualquiera
que une un piso inferior con uno superior, sino que es una escalera mágica.
Se desconoce
dónde se localiza y a dónde va a parar. Solo que los que deciden subir sus escalones no
vuelven a bajarlos nunca más.
En un lugar entre
estas calles y monumentos existe una escalera.
La escalera
perdida del rectorado.
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