Allí se olía a historia.
Nadie pensaba que fuera cosa de
nadie ni nada en particular, pero olía a historia, eso seguro, el tiempo lo
había hecho así.
Las calles medio vacías debido
al temporal brillaban por la humedad de los adoquines y los muros de granito llenos
de musgo mientras, las casa con más de un piso levantado de forma ilegal, por
la necesidad y no por el acopio de enriquecerse con ello, se erguían
silenciosas mostrando el paso de los siglos y las generaciones.
Ovento, un pueblecito costero de
A Coruña conocido por poco más que sus habitantes, era un gran testigo del
trascurso de una civilización que había estado al margen del resto del país,
sin proponérselo se había convertido en un valioso almacén de su cultura, había
evolucionado sin la presencia de agentes externos que influyeran.
Los aldeanos, ahora con una
media de edad de 75 años, seguían con sus vidas sin ser conscientes de ello.
Su gallego ya perdido en el
resto de la comunidad, aun mantenía ese acento inteligible salvo para sus
vecinos, un idioma puro que no había sentido la necesidad de simplificarse para
una mejor comprensión con el resto del país.
El silencio se veía envuelto por
el goteo de la lluvia y las olas a lo lejos de un océano alborotado.
Las huertas de los alrededores
eran fuente de alimento y quehacer durante el día mientras que, por la noite,
la única taberna de las inmediaciones calentaba los cuerpos con su aguardiente
casero endulzado y convertido, para el que lo prefiriera, en crema de orujo o
licor café.
Los días grises, las lluvias y
el verde de las montañas formaban parte del paisaje tan común para ellos como
sorprendente para el resto, el olor a humedad y el frio creaba la personalidad
perfecta una Galicia mágica.
El viento silbaba día a día por
las callejuelas estrechas y los tejados de teja roja.
Las contraventanas de madera ya
abierta por el tiempo, entrechocaban con las carpinterías del mismo material.
Los campos llenos de alpendes
con herramientas de cultivos y arreos para los animales, lo único levantado por
el hombre a las afueras obviando la inmensa red de caminos de tierra para
acceder a las huertas.
Todo puro,
todo único.
Un día llegó la autopista.
La autopista, y el ecoturismo, y los malditos hipsters... Esos lo arruinan todo.
ResponderEliminarSaludos,
J.